Era
muy joven cuando la conocí, cuando la miré supe de inmediato que se
convertiría en mi primer y único amor. Ella tenía una mirada
cálida y triste aquel día, que
desarmonizaba con la sonrisa dulce, abierta y sincera, tan llena de
alegría que
me regaló al verme.
Casi
enloquezco cuando me estrechó entre sus brazos,
llenando
de calor mis huesos congelados por el frío del invierno. Quería
agradecerle su ternura,
así que no me contuve y
con emoción la besé.
En
un par de horas me llevó a su casa y
al verme
hambriento me dio de comer, por sus cuidados la amé tanto
que
prometí dedicar mi existencia a cuidarla y protegerla siempre.
No
deseaba apartarme nunca de
ella, incluso en las noches le
rogaba que me dejara dormir a su lado. Las sábanas de su cama
contenían su aroma, yo me restregaba
en ellas, recostaba mi cabeza sobre su cabello y
me permitía imaginar que la vida siempre sería así, que todo
seguiría igual de perfecto, hasta que me quedaba dormido en la
delicia de ese pensamiento.
Su
madre no estaba de acuerdo con nuestra relación, siempre me
criticaba y me insultaba de mil maneras. Su comportamiento y sus
gritos hacían llorar a mi niña y
aunque yo
intentaba
consolarla, ella no podía dejar de derramar pesadas gotas de agua
amarga.
Siempre
se me hacían insoportables las horas que pasaba sin ella. “Tengo
que ir a estudiar”, me decía, “voy a salir con unas amigas”,
“el muchacho que me gusta me invitó al cine”. ¿Cómo
podía divertirse con otros, cuando yo sólo
pensaba en ella?, ¿cómo
podría ella desear estar con gente extraña y no conmigo?, ¡con
personas ajenas a sus sentimientos!, ¡poco
cercanas a sus pensamientos!, ¡desconocedoras
de sus dolores!
Yo
amo su compañía cargada de risas o de silencios, amo verla aún por
las mañanas cuando se levanta despeinada, con sus ojos
entreabiertos
y llenos de lagañas, la beso y
aunque esté sin cepillar los dientes, no puedo dejar de hacerlo,
porque sus labios son para mí el cáliz más preciado.
Nadie
entiende como yo sus inquietudes, nadie comprende y perdona como yo
sus enfados y sus cambios de ánimo.
Aún
así, ahora que soy viejo, ahora que la amo con locura y
desesperación, me echa a un lado. Ya no da
masajes
con sus uñas a
mi cabeza, ni peina mi pelo con las delicadas yemas de sus dedos. Ya
las noches no las comparte conmigo, ahora son el frío y los
tormentosos ruidos de la oscuridad quienes me hacen compañía.
Cómo
extraño las caminatas a su lado. Yo
la miraba contento, ella me veía como si sintiera orgullo de tenerme
a su lado. A veces yo caminaba muy rápido y la dejaba atrás, ella
me llamaba la atención, pero luego en sus ojos volvía a
resplandecer la ternura. Y cuando llegábamos a casa, me tendía un
plato desbordado de agua, el cual yo tomaba con gusto, entonces
acariciaba mi cuerpo lo
que hacía rebosar mi corazón de una enorme felicidad. ¡El
mundo no podría ser mejor!
La
última vez que me paseó no me regresó a la casa. Pensé que yo
estaba enfermo y que ella me
había llevado
donde el doctor. Habían varios hombres que vestían con bata, además
habían varios perros en
jaulas, me extrañó un
poco verlos encerrados. Luego a mí también me encerraron.
Pude
ver lágrimas en los ojos de mi niña, lo cual me desesperó porque
me dolía mucho verla triste y
pude entender que me decía que no volveríamos a vernos.
En
el encierro pude recordar una
de las pocas veces que me paseó, en la que conversé con otro perro.
Él me
dijo con orgullo que su dueño no podía bañarlo, no podía llevarlo
al veterinario, muchas veces no podía incluso alimentarlo, porque
vivía en la calle y
con las pocas monedas que le daban las personas de buen corazón,
apenas podían comer. Pero era el mejor dueño que un perro podía
desear, el perro con el que conversé sabía que su amo jamás lo
dejaría.
Su
dueño no lo abandonaría, porque sabía el dolor que causaba la
soledad y lo preciado que es tener a alguien cerca, sabía lo
importante que es cuando alguien te da su amor incondicional, ese
alguien quien, sin importar tu aspecto físico o tu forma de ser, te
ama y
no le entregaría su amor a más nadie.
Yo
ahora me veo desprovisto de mi libertad, no sólo por el hecho de
estar encerrado. Soy prisionero de un amor no correspondido, de un
amor que se desprende fácilmente de una mascota, porque los animales
al volvernos viejos estorbamos, somos incomprendidos y, de repente,
después de todo nuestro amor, nos volvemos una molestia, una carga.
Pero
aún así yo la amo y muero por ella, muero de tristeza, por no poder
olvidarla, muero víctima de la agonía de su recuerdo, muero entre
la dulzura de su cama, con su aroma impregnado en sus sábanas, con
la cabeza recostada sobre su cabello, mirando sus tristes ojos y la
sonrisa, que un día me ofrecieron cobijo y un techo.
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