miércoles, 5 de febrero de 2020

Vida de perro


Era muy joven cuando la conocí, cuando la miré supe de inmediato que se convertiría en mi primer y único amor. Ella tenía una mirada cálida y triste aquel día, que desarmonizaba con la sonrisa dulce, abierta y sincera, tan llena de alegría que me regaló al verme.
Casi enloquezco cuando me estrechó entre sus brazos, llenando de calor mis huesos congelados por el frío del invierno. Quería agradecerle su ternura, así que no me contuve y con emoción la besé.
En un par de horas me llevó a su casa y al verme hambriento me dio de comer, por sus cuidados la amé tanto que prometí dedicar mi existencia a cuidarla y protegerla siempre.
No deseaba apartarme nunca de ella, incluso en las noches le rogaba que me dejara dormir a su lado. Las sábanas de su cama contenían su aroma, yo me restregaba en ellas, recostaba mi cabeza sobre su cabello y me permitía imaginar que la vida siempre sería así, que todo seguiría igual de perfecto, hasta que me quedaba dormido en la delicia de ese pensamiento.
Su madre no estaba de acuerdo con nuestra relación, siempre me criticaba y me insultaba de mil maneras. Su comportamiento y sus gritos hacían llorar a mi niña y aunque yo intentaba consolarla, ella no podía dejar de derramar pesadas gotas de agua amarga.
Siempre se me hacían insoportables las horas que pasaba sin ella. “Tengo que ir a estudiar”, me decía, “voy a salir con unas amigas”, “el muchacho que me gusta me invitó al cine”. ¿Cómo podía divertirse con otros, cuando yo sólo pensaba en ella?, ¿cómo podría ella desear estar con gente extraña y no conmigo?, ¡con personas ajenas a sus sentimientos!, ¡poco cercanas a sus pensamientos!, ¡desconocedoras de sus dolores!
Yo amo su compañía cargada de risas o de silencios, amo verla aún por las mañanas cuando se levanta despeinada, con sus ojos entreabiertos y llenos de lagañas, la beso y aunque esté sin cepillar los dientes, no puedo dejar de hacerlo, porque sus labios son para mí el cáliz más preciado.
Nadie entiende como yo sus inquietudes, nadie comprende y perdona como yo sus enfados y sus cambios de ánimo.
Aún así, ahora que soy viejo, ahora que la amo con locura y desesperación, me echa a un lado. Ya no da masajes con sus uñas a mi cabeza, ni peina mi pelo con las delicadas yemas de sus dedos. Ya las noches no las comparte conmigo, ahora son el frío y los tormentosos ruidos de la oscuridad quienes me hacen compañía.
Cómo extraño las caminatas a su lado. Yo la miraba contento, ella me veía como si sintiera orgullo de tenerme a su lado. A veces yo caminaba muy rápido y la dejaba atrás, ella me llamaba la atención, pero luego en sus ojos volvía a resplandecer la ternura. Y cuando llegábamos a casa, me tendía un plato desbordado de agua, el cual yo tomaba con gusto, entonces acariciaba mi cuerpo lo que hacía rebosar mi corazón de una enorme felicidad. ¡El mundo no podría ser mejor!
La última vez que me paseó no me regresó a la casa. Pensé que yo estaba enfermo y que ella me había llevado donde el doctor. Habían varios hombres que vestían con bata, además habían varios perros en jaulas, me extrañó un poco verlos encerrados. Luego a mí también me encerraron.
Pude ver lágrimas en los ojos de mi niña, lo cual me desesperó porque me dolía mucho verla triste y pude entender que me decía que no volveríamos a vernos.
En el encierro pude recordar una de las pocas veces que me paseó, en la que conversé con otro perro. Él me dijo con orgullo que su dueño no podía bañarlo, no podía llevarlo al veterinario, muchas veces no podía incluso alimentarlo, porque vivía en la calle y con las pocas monedas que le daban las personas de buen corazón, apenas podían comer. Pero era el mejor dueño que un perro podía desear, el perro con el que conversé sabía que su amo jamás lo dejaría.
Su dueño no lo abandonaría, porque sabía el dolor que causaba la soledad y lo preciado que es tener a alguien cerca, sabía lo importante que es cuando alguien te da su amor incondicional, ese alguien quien, sin importar tu aspecto físico o tu forma de ser, te ama y no le entregaría su amor a más nadie.
Yo ahora me veo desprovisto de mi libertad, no sólo por el hecho de estar encerrado. Soy prisionero de un amor no correspondido, de un amor que se desprende fácilmente de una mascota, porque los animales al volvernos viejos estorbamos, somos incomprendidos y, de repente, después de todo nuestro amor, nos volvemos una molestia, una carga.
Pero aún así yo la amo y muero por ella, muero de tristeza, por no poder olvidarla, muero víctima de la agonía de su recuerdo, muero entre la dulzura de su cama, con su aroma impregnado en sus sábanas, con la cabeza recostada sobre su cabello, mirando sus tristes ojos y la sonrisa, que un día me ofrecieron cobijo y un techo.

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