miércoles, 5 de febrero de 2020

Faraón


Me senté en el bar a tomar cerveza, mientras jugaba una partida de dominó con mis amigos Lucas, el Chino y Andrés. Siempre pensé tener suerte en el juego sin necesidad de estar contando las piezas, así que no me molesté en hacer el menor caso a las indescifrables señas del Chino. En consecuencia, Lucas y Andrés nos ganaron.
Cuando el Portu nos sacó del bar estábamos a mitad de la revancha, entramos al bar de enfrente, el Bellas artes, pero al parecer se dejaron llevar por nuestro aspecto descuidado: “Ya están ebrios, vayan a fastidiar a otro lado”, nos dijo la dueña determinante y unos hombres nos empujaron hasta la puerta.
Andrés no se desprendía de la botella en donde aún ensopaba dos dedos de cerveza, Lucas cargó con él y se lo llevó en la camioneta 4x4 que le regaló su papi. Al buscar al Chino pude ver que había recogido un pequeño gato, color gris atigrado, de alguna de las bolsas de basura que adornaban las puertas del local. Lo miraba con los ojos abultados como luna llena, al mismo tiempo que lo acariciaba y le decía malicioso: “¡Gato, ¡oh gato!”. Es difícil describir el tono de su voz, parecía una especie de gargajo y a la vez de condena.
¡Vamos a hacerle maldades al gato!, sentenció cuando me vio y tomando al gato por el cuello se dispuso a lanzarlo hacia la carretera, pero a tiempo lo tomé y le dije: “Estás ebrio, vámonos para la casa. Era la primera vez que agarraba a un gato, lo hice sin pensar.
Le quité al Chino las llaves del chevette y me quedé a dormir en su casa. Dormí en el chinchorro que tenía colgado junto a la cama y de repente escuché un maullido acompañado de un: “¡Maricón, agarra a ese gato! Si me vuelve a aruñar los pies lo lanzo por la ventana”.
María me había dicho que se sentía muy triste desde que se le había escapado Pelusa, su antiguo gato, y que quería comprar uno nuevo. No logro entender por qué las mujeres siempre tienen que ponerle nombres ridículos a sus mascotas, había pensado llamar a este Faraón y regalárselo para que no me estuviera reclamando siempre que no le presto atención y que soy incapaz de ser un hombre detallista. En mi casa no lo podía tener, porque mi mamá es alérgica a los gatos.
Te tengo un regalo, adivina qué esle dije por teléfono esa mañana.
¿Un regalo, tú?, ¿y ese milagro? Siempre te estás quejando de que nunca tienes real. Bueno, ¡dime, anda!, ¡no seas malo! 
Se trata de un gato. No lo compré, lo rescaté de las garras del Chino anoche, el marico estuvo a punto de arrojarlo a la carretera.
¡Un gato! No, yo no puedo hacerme cargo de un gato ahora. Además me estás diciendo que es callejero y mi mamá no va a aceptar que un animalejo así entre a la casa.
¿Qué te está diciendo? ¿Por qué la cara de pendejo?– Preguntó el Chino por mi cara de asombro.
Nada, sólo que la muy estúpida no quiere aceptar al gato, porque tiene tanta alcurnia y tanto dinero en el bolsillo como yo.
Yo te lo he dicho Sebas. Si ya te acostaste con esa sifrina lo mejor es que te deshagas de ella.
Tomé al gato y me lo llevé a un refugio cuatro cuadras más arriba, pero no me lo quisieron aceptar porque ya tenían muchos animales esperando por la adopción. Me recomendaron un lugar hacia La Candelaria, pero por más que caminé no encontré nada parecido a un centro para mascotas.
Intenté despejarme un poco, caminar siempre me había ayudado, pero esta vez sentía ardor y una especie de hedor por todo el cuerpo. En eso una pareja de ancianos me detuvo, “si no tuviera ya en la casa dos gatos, me lo llevo”, dijo uno de ellos. Bueno, ¿qué era uno más? -pensé-, pero ya los señores se habían ido, no sin antes recomendarme que me parara por Los Caobos, donde por lo general había mucha gente con niños, a ver si alguien se interesaba.
No niego que muchos niños se aproximaron con la intención de acariciar al gato, pero sus madres les decían lo que me decía la mía cuando tenía la misma edad: “Los gatos tienen microbios y son muy ariscos”.
Ya no tengo dudas de los microbios, veía ascender por mi cuerpo como una lava una picazón y un enrojecimiento que sólo podía deberse al gato. ¿Pero qué podía hacer?
Traté de no perder el ánimo, estuve dando vueltas por el parque alrededor de hora y media. El cansancio, el hambre y las ganas de darme un baño empezaban a hacerse sentir con desesperación cuando una niña se me acercó.
¿Cómo se llama? 
Faraón
¿Es tuyo? – preguntó con inocencia la niña
No, estoy buscando a alguien que se pueda quedar con él
¡Ah!dijo la niña abriendo enormemente la boca
Dámelo, mi mamá siempre me ha dejado llevar gatos a la casa, ya tenemos tres
Enseguida una brisa de alegría sopló en mi cara. Entregándole al gato le pregunté su nombre: “María” (todas se llaman María, menos las maracuchas ellas inventan nombres como Yubirí o Marilín). En seguida echó a correr hasta llegar junto a un grupo integrado por un señora y tres niños; dos varones y una hembra, todos de diferente tamaño. Al ver llegar a la niña con el gato se lo pasaron de mano en mano, dándole la bienvenida a la manada. Había hecho una buena acción. Podía respirar aliviado.
En lugar de irme enseguida a la casa quise contemplar por un momento más mi cuadro, como un Monet observando su Impression soleil levant. De ahora en adelante si el gato comía, dormía, era mimado, todo me lo debía a mí.
Fue entonces cuando le dejaron correr libre detrás de un carrito de juguete que uno de los niños había soltado para que Faraón jugara. Impulsivamente corrí, me hice nuevamente de él y cuando estuve a punto de cruzar la calle: “¿Señor, se volvió usted loco o qué?”, preguntó la niña.
Me dolió tanto el “señor” que enseguida le devolví el gato. Ella lo había entendido todo. Me armé de valor y no me quedé a observar.

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