Me
senté en el bar a tomar cerveza, mientras jugaba una partida de
dominó con mis amigos Lucas, el Chino
y
Andrés. Siempre pensé tener suerte en el juego sin necesidad de
estar contando las piezas, así que no me molesté en hacer el menor
caso a las indescifrables señas del Chino. En
consecuencia, Lucas
y Andrés nos ganaron.
Cuando
el Portu
nos
sacó del bar estábamos a mitad de la revancha, entramos al bar de
enfrente, el Bellas
artes,
pero al parecer se dejaron llevar por nuestro aspecto descuidado: “Ya
están ebrios, vayan a fastidiar a otro lado”, nos dijo la dueña
determinante y unos hombres nos empujaron hasta la puerta.
Andrés
no se desprendía de la botella en donde aún ensopaba dos dedos de
cerveza,
Lucas cargó
con él y se
lo
llevó
en la camioneta 4x4 que le regaló su papi.
Al
buscar al Chino pude ver que había recogido un pequeño
gato,
color gris atigrado, de alguna de las bolsas de basura que adornaban
las puertas del local. Lo miraba con los ojos abultados como luna
llena, al mismo tiempo que lo acariciaba y le decía malicioso:
“¡Gato,
¡oh gato!”.
Es
difícil describir el tono de su voz, parecía una especie de gargajo
y a la vez de condena.
– ¡Vamos
a hacerle maldades al gato!, sentenció cuando me vio y tomando al
gato por el cuello se dispuso a lanzarlo hacia la carretera, pero a
tiempo lo tomé y le dije: “Estás
ebrio, vámonos para la casa.
Era
la primera vez que agarraba a un gato, lo hice sin pensar.
Le
quité al Chino
las
llaves del chevette
y
me quedé a dormir en su casa. Dormí en el chinchorro que tenía
colgado junto a la cama y de repente escuché un maullido acompañado
de un: “¡Maricón, agarra a ese gato! Si me vuelve a aruñar los
pies lo lanzo por la ventana”.
María
me
había dicho que se sentía muy triste desde que se le había
escapado Pelusa, su antiguo gato, y que quería comprar uno nuevo. No
logro entender por qué las mujeres siempre tienen que ponerle
nombres ridículos a sus mascotas, había pensado llamar a este
Faraón y regalárselo para que no me estuviera reclamando siempre
que no le presto
atención
y que soy incapaz de ser un hombre detallista. En mi casa no lo podía
tener, porque mi mamá es alérgica a los gatos.
–Te
tengo un regalo, adivina qué es–
le
dije por
teléfono esa mañana.
–¿Un
regalo, tú?, ¿y ese milagro? Siempre te estás quejando de que
nunca tienes real. Bueno, ¡dime, anda!, ¡no seas malo!
–Se
trata de un gato. No lo compré, lo rescaté de las garras del Chino
anoche,
el marico estuvo a punto de arrojarlo a la carretera.
– ¡Un
gato! No, yo no puedo hacerme cargo de un gato ahora. Además me
estás diciendo que es callejero y mi mamá no va a aceptar que un
animalejo así entre a la casa.
– ¿Qué
te está diciendo? ¿Por
qué
la cara de pendejo?– Preguntó el Chino por mi cara de asombro.
–Nada,
sólo
que la muy
estúpida
no quiere aceptar al gato, porque tiene tanta alcurnia y tanto dinero
en el bolsillo como yo.
–Yo
te lo he dicho Sebas. Si ya te acostaste con esa sifrina
lo
mejor es que te deshagas de ella.
Tomé
al gato y me lo llevé a
un refugio cuatro
cuadras más arriba, pero
no me lo quisieron aceptar porque ya tenían muchos animales
esperando por la adopción. Me recomendaron un lugar hacia La
Candelaria, pero por más que caminé no encontré nada parecido a un
centro para mascotas.
Intenté
despejarme un poco, caminar siempre me había ayudado, pero esta vez
sentía
ardor y una especie de hedor por todo el cuerpo. En eso una pareja de
ancianos me detuvo, “si no tuviera ya en la casa dos gatos, me lo
llevo”, dijo
uno de ellos. Bueno,
¿qué
era uno más?
-pensé-,
pero ya los señores se habían ido, no sin antes recomendarme que me
parara por Los Caobos, donde por lo general había mucha gente con
niños, a ver si alguien se interesaba.
No
niego que muchos niños se aproximaron con la intención de acariciar
al gato, pero sus madres les decían lo que me decía la mía cuando
tenía la misma edad: “Los gatos tienen microbios y son muy
ariscos”.
Ya
no tengo dudas de los microbios, veía ascender por mi cuerpo como
una lava una picazón y un enrojecimiento que sólo
podía deberse al gato. ¿Pero qué podía hacer?
Traté
de no perder el ánimo, estuve dando vueltas por el parque alrededor
de hora y media. El cansancio, el hambre y las ganas de darme un baño
empezaban a hacerse sentir con desesperación cuando una niña se me
acercó.
– ¿Cómo
se llama?
–Faraón
– ¿Es
tuyo? – preguntó con inocencia la niña
–No,
estoy buscando a alguien que se pueda quedar con él
– ¡Ah!
– dijo
la niña abriendo enormemente la boca
– Dámelo,
mi mamá siempre me ha dejado llevar gatos a la casa, ya tenemos tres
Enseguida
una brisa de alegría sopló en mi cara. Entregándole al gato le
pregunté su nombre: “María”
(todas se llaman María, menos las maracuchas ellas inventan nombres
como Yubirí o Marilín). En
seguida echó a correr hasta llegar junto a un grupo integrado por un
señora y tres niños; dos varones y una hembra, todos de diferente
tamaño. Al
ver llegar a la niña con el gato se lo pasaron de mano en mano,
dándole la bienvenida a la manada. Había hecho una buena acción.
Podía respirar aliviado.
En
lugar de irme enseguida a la casa quise contemplar por un momento más
mi cuadro, como un Monet observando su Impression
soleil
levant.
De ahora en adelante si el gato comía, dormía, era mimado, todo me
lo debía a mí.
Fue
entonces cuando le dejaron correr libre detrás de un carrito de
juguete que uno de los niños había soltado para que Faraón jugara.
Impulsivamente corrí, me hice nuevamente de él y
cuando estuve a punto de cruzar la calle: “¿Señor, se volvió
usted loco o qué?”, preguntó la niña.
Me
dolió tanto el “señor” que enseguida le devolví el gato. Ella
lo había entendido todo. Me
armé
de valor y
no
me quedé a observar.
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